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Pantalla Pinamar 2011: cine, restaurantes, precios y reposeras

Por Mex Faliero

La llegada del fin de semana aportó mayor cantidad de gente en las calles de Pinamar: la avenida Bunge, la que centraliza la mayor cantidad de actividades del festival mostró buen movimiento hasta bien entrada la noche. Y los organizadores se reiteran en saludar la buena concurrencia que ha mostrado este año el encuentro. Uno, que es novato en esto, no tiene forma de comparar. Pero podríamos decir que sin llegar a los desbordes del Festival Internacional de Mar del Plata, hay aquí un público que gusta de participar por, uno imagina, una cuestión identitaria. Así y todo los localismos son bastante sustraídos y la gente se concentra en las películas.

Lo que sí son habituales son los agasajos a la prensa. En este caso, uno que brindó la comunidad alemana presente en el encuentro pinamarense. Oportunidad ideal para comer y probar algunas exquisiteces autóctonas y otras más comunes de todo tipo de lunch. Pero, también, para charlar con amigos y conocidos, conocer la realidad del medio en otros destinos y enterarse de algunos chimentos que no son dables esparcir por estas líneas. Pero bueno, que le aportan picante al asunto.

A diferencia del Festival de Mar del Plata, por ejemplo, las personalidades caminan por las calles con mayor tranquilidad. Se los puede ver en el hall de las únicas dos salas o cenando en algunos de los varios restaurantes de Pinamar. Sobre esto, atento: tenían razón los que hablaban de lo “salado” del destino. Pero hay una clave: Mattone, se come bien y no tan caro. Sobre los precios, no hay nada de malo en eso, es una política turística que prefiere determinado turismo por sobre otro. Creo no estar descubriendo demasiado, pero si vienen para acá sepan esto. ¿Una reposera 150 pesos? Hace rato que no compro una, pero me pareció un poco mucho.

Pero hagamos como el público: concentrémonos en las películas. Por mi parte vi tres films este viernes, dos nacionales y una rareza, como es una coproducción entre la Argentina y Alemania. Antes de referirme a La guerra por otros medios, quiero decir que respeto a Emilio Cartoy Díaz, tal vez el primero en jugar con el material de archivo para demostrar que nadie resiste a tal ejercicio. Si bien su estilo puede ser tildado de televisivo, hay intensidad y coherencia en su obra como para apreciarlo. El asunto es que La guerra por otros medios tira por la borda todo esto: centrado en varios movimientos aborígenes latinoamericanos que comienzan a tener conexión con los medios, con el fin de descubrir un punto de vista que hasta el momento estaba silenciado.

Los casos son en Bolivia, Brasil y el sur argentino, con una comunidad mapuche. Lo positivo del asunto es ver cómo las culturas pueden coexistir, a pesar de los pruritos de los más conservadores: ver a un grupo de indígenas brasileños rodeando una notebook y controlando por Google su territorio es casi un hecho fantástico normalizado por la mirada documental. El primer problema de La guerra por otros medios es el del espíritu bien pensante: por un lado, cree que un nativo con una cámara puede ir limando siglos de inequidades; por otro lado, cree en la bondad per se de las herramientas utilizadas. Pero el mayor inconveniente es su progresiva vinculación con la Ley de Medios argentina, y la suposición de que como aquellas herramientas estamos ante algo demasiado lineal. La guerra por otros medios termina con fuegos artificiales, con la celebración K de aquella ley sin mostrar una cuota de ambigüedad. Para los realizadores Cristian Jaure y Cartoy Díaz es lo mismo un aborigen registrando con su cámara su realidad, que la Ley de Medios: y todos sabemos que hay intereses y consecuencias diferentes. No cuestionarse esto es ser parte de un éxito parcial. Acaso me gustaría saber qué piensan los indios de Formosa, apaleados por un gobierno provincial afín al Gobierno nacional, sobre el lugar que se les brinda. Curiosa la postura acrítica para alguien como Cartoy Díaz.

Con sus idas y vueltas entre la Argentina y los Estados Unidos, Alejandro Chomski terminó filmando Dormir al sol, adaptación de un texto de Adolfo Bioy Casares que, definitivamente, marca el abordaje del autor literario sobre lo fantástico. Dormir al sol es una apuesta arriesgada para el cine nacional: film de época, es una historia de amor trágico que se acerca al thriller y a lo sobrenatural que aparece en los límites de la realidad. Aquí un relojero decide internar a su esposa en una clínica frenopática, debido a un mal que padece pero del que nunca se clarifica demasiado. Todo está cargado de misterio en Dormir al sol, y bien ilustrado por la fotografía y la dirección de arte.

No quiero cargar las tintas, pero la presencia de Esther Goris es uno de los lastres que debe cargar el film: sus líneas de diálogo parecen casi recitadas, arrastrando en la impostura a un buen actor como Luis Machín. De hecho, cuando su personaje pierde presencia, sobre la última media hora, Dormir al sol levanta, mostrándose más fluida y menos acartonada. Lo que demuestra el film, aún con sus aciertos parciales y su tono menor, es que la Argentina tiene una gran literatura sobre la cual fijarse si hay deseo de trabajar los géneros. Por ese lado podemos saludar la apuesta de Chomski, que luce tal vez como un buen capítulo de La dimensión desconocido. A lo mejor que no pase de la anécdota es su mayor problema.

El cierre del día nos daba un poco de miedo. Y no, no porque fuéramos a ver Flamenco, flamenco de Carlos Saura, sino porque la coproducción argentina y alemana El día que no nací abordaba el tema de los desaparecidos, con la habitual recarga que solemos encontrar en esta cuestión. Sin embargo, El día que no nací que apuesta por el melodrama antes que por el apunte social y documental, logra controlar con mano germánica las emociones y ser un drama bastante acertado sobre la relación entre una joven que descubre que es hija de desaparecidos y su padre, el apropiador.

Uno de los problemas de El día que no nací es su punto de partida. Bastante inverosímil, la forma en que la joven María (Jessica Schwarz) llega a Buenos Aires y su padre es obligado a viajar a la Argentina, es muy forzado y poco creíble. Sin embargo, el director Florian Micoud Cossen pasa rápidamente de esto y sigue a María en su búsqueda: su relación con un policía (Rafael Ferro), su acercamiento a la familia de sus padres biológicos que desaparecieron a comienzos de la década del ochenta: lugar para que aparezcan también los argentinos Beatriz Spelzini y Carlos Portaluppi. Es claro también que El día que no nací padece de la mirada extranjera sobre el tema, con la evidente superficialidad al respecto (que ni se mencionen a Madres o Abuelas o que nadie pida un ADN es bastante sospechoso). Pero si uno logra alejarse de eso, lo más rico que tiene para ofrecer el film es la relación entre María y su padre. Allí define su suerte la película, manteniéndose a raya en cuestiones melodramáticas y sin desbordarse. Está claro que para algunos el final puede ser polémico, pero no deja de tener su cuota de veracidad y hasta coherencia, teniendo en cuenta la forma en que María indaga en su pasado.

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