Por Rodrigo Seijas
Hace unos días mi madre me comentó que tenía dos invitaciones para ver la obra Una gaviota afortunada, realizada por el Grupo de Titiriteros del Teatro San Martín. Debo confesar que en los últimos cinco minutos tenía que andar conteniendo las lágrimas: la historia apela a cuestiones, temas e imágenes tan simples como conmovedoras. Y yo, bueno, no voy a negarlo, tengo un corazoncito infatiloide, ecologista y libertario. Me disfrazo de cínico, pero en el fondo soy un romántico. Sin embargo, voy a dejar de lado esos detalles, para concentrarme en otros tópicos sobre los que quiero reflexionar.
En principio, me llamó la atención el lío armado por los chicos: hablaban fuerte y sin parar, se paraban de sus butacas e iban por los pasillos, les costaba un montón mantener el silencio. Yo pensaba “diablos, si esto es así acá, ni me imagino con el público de Chiquititas”. También recordaba ciertos dichos extremistas de mi padre, quien es de la opinión de que a los nenitos indisciplinados hay que apretarles los dedos con una puerta (yo, por cierto, he sido un pibe muy disciplinado).
Pero el problema en verdad no pasa por los chicos y/o adolescentes, sino por los padres, que supuestamente los tienen que guiar y formar, funcionando como referentes. No basta con ser sensible, se necesita también disciplina y conciencia de las responsabilidades. Porque se podrá culpar a este sistema que reduce las posibilidades de comunicación, al mercado que elabora estrategias cada vez más astutas para fomentar determinados consumos y comportamientos, a la falta de marcos sociales estables. Pero también hay una cuota de responsabilidad que es del público, y nada más que del público.
Ese mismo público que consume a Tinelli, Susana, Legrand; que va al cine a ver la saga Crepúsculo; que lee La Nación o Clarín; cuya forma de “ver nuevas perspectivas” es (mal)nutrirse con los informes de 678; que convierte a El código Da Vinci en un boom editorial. Pero que también eligió a la saga literaria de Harry Potter y a Pixar; o que le ha dado un pequeño espacio a la revista Barcelona y al humor de Diego Capussotto. Es decir, los espectadores tienen los elementos como para poder decidir por sí mismos, a pesar del ahogo contextual.
Por lo tanto, podemos pedir que los padres eduquen a sus hijos para disfrutar apropiadamente un espectáculo teatral, para que tomen en consideración a los que están a su alrededor, aún cuando tienen pocos años de edad. Porque Una gaviota afortunada es una obra realmente hecha para los chicos: se conecta con un exponente mayúsculo del arte infantil como Toy Story 3 en esa laboriosidad y dedicación que se percibe por parte de los realizadores, en el tiempo que se ve invertido, en lo artesanal combinado con la sofisticación de algunas elecciones estéticas y narrativas. Todo esto se nota mucho en el trabajo realizado por los titiriteros, que se funden y mimetizan con los títeres, ya que en verdad vienen acumulando una profunda identificación con los protagonistas del relato.
Lo que es innegable, a partir de ejemplos como el de la obra basada en la novela de Luis Sepúlveda, es que el género infantil ocupa un espacio dentro del campo teatral argentino. Hay un público definido, actores, dramaturgos, directores, interrelaciones, vínculos con otras disciplinas, conciencia de lo que se hace, estilos y metodologías reconocibles. Hay subibajas; momentos de mayor o menor persistencia; representaciones excelentes o nefastas; y una lucha permanente por salir de la subestimación a la que es sometido lo infantil por los círculos intelectuales. Pero que hay un teatro infantil argentino, eso es un hecho irrebatible.
Difícil decir lo mismo en lo que respecta al campo cinematográfico: a pesar de que hay espectadores, no se observan grupos de realizadores con una búsqueda particular, sino más bien casos aislados. Esto obliga a preguntarse las razones de este espacio vacío en el cine argentino. Se lo puede asociar con otros géneros que tampoco tienen un terreno sólido en el que afincarse: la ciencia ficción, el terror, la comedia más pura, la acción. Asimismo, con variables económicas y sociales, donde los niños y adolescentes son vistos de un modo extremadamente mercantilista.
Sin embargo, esos mismos condicionamientos y barreras podrían observarse en el teatro, que sin embargo ha dejado resquicios para el desarrollo de lo infanto-juvenil. Con lo cual volvemos a las dudas del principio. Y a la necesidad de ir edificando, de a poco, un cine infantil argentino, que exprese y les transmita inquietudes a los chicos, que se piense a sí mismo. No todo debe esperarse de afuera. En nuestro país podemos (y debemos) encontrar formas expresivas. Sólo tenemos que comenzar la búsqueda.