Por Mex Faliero
Antes que nada aclaro que fue mi primera participación en el BAFICI, lo que limita inevitablemente mi apreciación sobre diversas cuestiones estructurales en un certamen que ya lleva 12 ediciones. Sin embargo, con la experiencia de algunos Mar del Plata encima, la lectura de medios especializados y el contacto con amigos y colegas capitalinos puedo tener un panorama bastante preciso de lo que ocurre en estos días de abril en Buenos Aires, donde el cine se tiñe de una cuestión que muchos no entienden como perteneciente al arte: la política.
La presencia de la política aquí se hace más táctil que en otros encuentros, al menos en su faz más explícita. En todo caso, qué otra cosa que política era la convocatoria de viejas estrellas europeas en aquellos festivales de Mar del Plata de la era menemista, o la apuesta latinoamericanista de los primeros con marca kirchnerista. Pero en el BAFICI lo político tiene dos posibilidades: por un lado se discuten cuestiones relacionadas con su presupuesto -y actualmente está en debate un proyecto del PRO que habla de ciertas autarquías y manejos de fondos-, pero además lo político se hace presente en la elección de un tipo de cine a proyectar. Es así, al BAFICI se va convencido o se va a probar, pero el que tiene que dar todo de sí es el espectador.
Por eso se agradece -al menos yo lo hago que estuve de acuerdo con la premiación- que el palmares se haya completado con tres muy buenas películas como Alamar, Police, adjective y Lo que más quiero. Aquí se premió el cine y no el gesto, no la película que intenta marcar un antes y un después, y que serviría para que el festival editorialice. Digamos, y salvando las distancias, algo que sí se suele hacer en el Oscar. El BAFICI ya tiene los suficientes años encima como para sentirse libre de premiar lo que le parezca, sin la necesidad de tener que sentar postura. Sobre todo si entendemos que la postura ya estuvo marcada cuando se hizo la selección de películas: política es por ejemplo que un film como Les beaux gosses haya participado de la competencia.
¿Y por qué hablar de lo político? Sin dudas que si uno mira de forma circular, este BAFICI intentó decir algo: su película de apertura fue Secuestro y muerte, sobre el crimen de Aramburu, y la de cierre fue Los condenados, un mirada generalizadora de las guerrillas armadas de la década del 70. La elección no es inocente, son dos filmes políticos, sí, pero ambos hablan de un mismo tiempo: y casi que lo hacen con una mirada que practica cierta distancia con el pasado a partir de quitarle presencia a ciertos nombres imprescindibles: así como Secuestro y muerte no dice “Perón”, Los condenados ni menciona “ERP” o “Montoneros”. En ambos casos -y aclaro que no vi la de Filippelli pero sí la de Lacuesta- estamos ante miradas tan modernas como despolitizadas. O que entienden la política desde otro lugar que todavía no ha demostrado tener algo para aportar más allá de cuestionamientos.
Y ahí es donde aparece lo macrista del asunto: ¿hablo de política para en definitiva no hablar? Esa banalización de lo político, esa construcción de la política como algo que sólo pudimos expresar de manera violenta y que, por eso, nos debemos alejar lo más posible es un poco preocupante y sirve -es funcional- a la aparición de políticos-gerentes. Ponga el nombre que quiera. Y aunque parezca que uno se está yendo por las ramas, esto se enlaza con una preocupación ostensible en parte de la crítica nacional con la que me crucé en estos días porteños (hablo de esos colegas que pueden bajarse a la altura de uno y charlar de igual a igual, y no de aquellos que siguen tranquilos en su cima, trabajando de aplaudidores profesionales): todos han manifestado su hastío con un cine argentino que se repite en sus formas y contenidos, uno de chicos tristes regados de tiempos muertos, y que el BAFICI explota ya sin mayores sorpresas.
Este cine, político en algún momento, útil en tiempos del menemismo para señalar la abulia de una generación ya atrasa una década, cuanto menos. Por eso la saludable aparición de una película como Lo que más quiero, que descubre de pronto que los conflictos que importan son aquellos que duelen en serio, que la risa puede filtrarse y la ligereza también. Aquel cine político suplantó hoy su fuerza por una pose adolescente y facilista. Lo que era ruptura, es reiteración. Al menos, eso es lo que han sentido muchos colegas con los que uno se ha cruzado.
Más allá de la repetición algo sistemática de cierto cine argentino, que parece exclusivamente hecho para mostrarse en festivales y ganar algún premio por ahí, hay que reconocer, por lo visto en el BAFICI, que el cine a nivel mundial parece sumido en una especie de nebulosa: autores importantes como Tsai Ming-Liang o Hong Sang-soo comienzan a repetirse. Por eso Police, adjective resulta interesante, porque es la segunda película de un director como Porumboiu, que logró mejorar, incluso, a pesar de que su opera prima era notable. Igual se vio buen cine y el nivel tanto de la competencia como del resto de las secciones fue por bueno: pocas obras maestras, pero a su vez casi ninguna película desechable -hay excepciones, obvio-.
Lo interesante, por último, es que un festival debe ser entendido como un cuerpo que avanza lentamente, año tras año. Por eso no me dejé llevar por mis impresiones de primerizo -es un festival pensado para un público ya construido y con un orden y una atención fluida para la prensa- y me detuve a escuchar a quienes me rodeaban: para muchos este BAFICI debe ser entendido como de transición, entre los debates presupuestarios y los caminos que puede tomar el cine nacional de aquí en adelante. Si hay que retractarse de algo, eso es que en cierta forma el premio a Lo que más quiero puede ser entendido como un gesto: los jóvenes del Nuevo Cine Anodino, perdón, Argentino, deberían ver ahí un nuevo camino a tomar para contar sus historias de ahora en más.
Top five 12 BAFICI
-Alamar, de Pedro González-Rubio
-Sweetgrass, de Ilisa Barbash y Lucien Castaing-Taylor
-Police, adjective, de Corneliu Porumboiu
-Lo que más quiero, de Delfina Castagnino
-La quemadura, de René Ballesteros
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