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Australia

Realmente amor

Por Mex Faliero


7 puntos


¿Abusos o excesos? Baz Luhrmann es un director de ambos. Llega al abuso por medio del exceso. Cuando para donde debe, acierta. Cuando no, patina. El asunto es que tanta reiteración y consecuencia en el abuso y el exceso ya pasa de ser una falla para convertirse en virtud. O en una marca personal y entonces se justifica porque lo hace a través de una búsqueda conciente y no por torpe o inoperante. Son llamativos en ese sentido sus planos generales, esos que comienzan como un plano mucho más pequeño y se alejan por medio del zoom out y luego panean para, en ocasiones, retornar al escenario con un zoom in. Es como si su ojo necesitara alejarse un poco, descansar, y volver a la carga. Lo hacía en Moulin rouge! y lo reitera en Australia -no recuerdo si en Romeo + Julieta lo hacía, película que particularmente me gusta bastante poco-. Al igual que Tarantino, Luhrmann es un director que adora el cine clásico. Pero mientras Quentin es mucho más pretencioso, Baz es un santo adorador del artificio, de lo superficial, de esos melodramas surcados por la tragedia. Por eso su acercamiento y alejamiento a la vez es puramente formal: se da en el trabajo con el plano, en el uso de la música y en los tiempos de la narración. Sus películas nunca se preguntan, como las de Tarantino, sobre ellas mismas. Son. Y en ese dejarse ser, es necesario el vínculo que logren con el espectador.

Lhurmann es un director físico, pero no rudo. Es físico porque ese es el único peso posible para sus películas. No hay demasiado pensamiento en su cine. Todo es acción y, en el ritmo, radican las ideas. Es cierto, siempre hay una mirada sobre la sociedad. Pero entre los anacronismos de Romeo + Julieta y las comunidades aristocráticas de Moulin Rouge! y Australia poco hay para ver sobre el presente. El tipo está enamorado de esas historias del pasado tal y como eran. Al único mundo que parecen reflejar es al del mismo cine. Ojo, por más que en Australia aparezca la guerra como gran mal y se intente una suerte de reivindicación de las comunidades aborígenes, poco de esto es lo que importa. La guerra según Luhrmann es una nube negra que apaga el amor, un collage de aviones y explosiones; sus aborígenes son mágicos y bailan y cantan como en un musical del Hollywood clásico. No es el cine contaminado por lo político, sino lo político convertido en cine. Está claro.

Así las cosas, Luhrmann es un director accesible y a la vez, difícil. Accesible porque sus historias no requieren más que el compromiso del espectador para emocionarse con lo que cuenta. Difícil porque su universo está tan ceñido a los personajes y a sus emociones más simples, lineales y hasta ingenuas que carece de esa necesidad del cine de nuestro tiempo de estar contando algo más que eso. Su cine es trascendente y hasta solemne en la forma en que mira el amor, pero carece de pretensión. La dimensión es la de la puesta en escena, no la de hablar de los males del mundo. Ya hemos dicho en otras oportunidades cómo las comedias románticas hablan cada vez más de la relación madre-hija, del paso de los años y hasta del botox y cada vez menos del amor. Serán entonces Australia y Moulin Rouge! las últimas dos películas preocupadas realmente por el amor.

Pero veamos Australia -por cómo está contada, creo que habría que agregarle el signo de exclamación que tenía Moulin Rouge!-. Habla del amor entre la seca pero corajuda Sarah Ashley (Nicole Kidman) y su arreador de ganado Drover (un Hugh Jackman que bajo el ojo del director se convierte en un Clint Eastwood allá Sergio Leone); habla del amor por una tierra -reivindicaciones sociales mediante-, donde Australia el país se convierte en un cuerpo físico y en un personaje más, como lo tiene que ser en todo western que se precie (y la primera hora y media del film no es más que un muy buen western con todos sus clichés); habla del amor de un director por los materiales con los que trabaja. Australia es una gran épica sobre el cine. Por un lado en las referencias cinéfilas que mete aquí y allá -a veces desacertadamente, ya hablaremos de ello- y por el otro en la trascendencia que le da a cada segmento. Evidentemente al igual que sus planos que no descansan y se quiebran -aunque aquí no asistimos a un festival videclipero como en Moulin Rouge!-, la película está dividida un poco toscamente en dos partes. Primero la gran historia con un grupo humano enfrentado a la naturaleza mientras arrea ganado de una punta a la otra; luego la Segunda Guerra Mundial y el ataque de los japoneses sobre el país oceánico. Western, drama romántico, género bélico. Y el director les da un peso evidente a estos primeros dos géneros, mientras que la guerra es vista en escorzo y hasta desprolijamente. De todas las cosas en las que se va convirtiendo Australia con su andar devorador, esta es la peor, la que no funciona, la que parece extrapolada, la que torna el asunto moroso, innecesario, desmedido. Es su parte impulsiva que el director no pudo o no supo contener. Decididamente no le pertenece.

Pero ¿y qué si contradigo el arranque de este texto y aseguro que Luhrmann no es excesivo y que sabe parar donde debe? Para demostrarlo están todos esos momentos en los que los personajes articulan algún comentario sobre el mestizaje, el colonialismo, las diferencias sociales. Por ejemplo la escena del baile, donde los apuntes políticos son silenciados con un plano sobre Jackman y su presencia en el lugar, la cual genera conmoción entre la concurrencia por tratarse de un “bruto” entre la high society. Luhrmann detiene las ideas y vuelve a lo que sabe: filmar, la autoconsciencia cinéfila. Sabe que lo suyo no es pensar, no son las ideas verbales, son las visuales y sonoras como ese momento en que un grupo de canguros trota por la llanura y de repente suena un disparo; o cuando le dedica un rallenti en la cima del homoerotismo a un Jackman que se baña en medio de la nada ante la mirada de Kidman. Si el regodeo con el cuerpo estaba aplicado a Satine en Moulin Rouge!, aquí es Drover el que dispara la parte lasciva.

Pero son chispazos. Luhrmann sí es excesivo. O lo es donde conoce y se siente seguro, lo que de cierta manera le quita una cuota de impulsividad. Pero abusa. Aquí del leit motiv musical que aporta la impresionante Over the rainbow en la voz de Judy Garland, que sirve de lazo entre los personajes y sus deseos y sentimientos. Es tan reiterativo en su uso, que convierte una idea cinematográfica interesante en un recurso pueril y puesto para el lagrimeo facilista. Con Luhrmann pasa que cuando el recurso y su reiteración apuntan en un sentido narrativo, acierta, porque es estilo. Pero cuando surge como elemento consciente por fuera de lo narrativo, termina siendo sólo eso, una reiteración ladina artificiosa.

Y es una pena porque a medida que avanza el relato, Over the rainbow se torna más presente y el contexto de la guerra regala apenas un par de momentos visuales perfectos, para sucumbir a lo más burdo del género. Australia no termina donde debería terminar, hace un rulo de más y abruma. El artificio en la puesta en escena del film se trasmite a las emociones, y lo que creíamos como real, termina siendo nada más que un truco para hacernos llorar. Ya Sarah y Drover no nos generan la misma simpatía de antes. En ese sentido el film es como esas parejas que primero sienten amor, luego se genera una distancia y finalmente sólo sobreviven porque están cómodos en el lugar en el que están.

En todo caso prefiero creer que se trató de un paso en falso y que ese amor real y doloroso, libre para Sarah y castrador de libertades para Drover, que duró casi dos horas tiene a veces esas imperfecciones. Que son las del cine de Luhrmann. Y sí, nadie es perfecto. La honestidad del director es dejarlo en evidencia sin recurrir a trucos. Se sabe, la honestidad es el mejor condimento para el amor.

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